En los primeros años de mi ministerio Dios quiso que me cruzara con muchos hombres y mujeres con don profético. No había congreso o evento donde ministrara un profeta que no se dirigiera a mí y me dijera las mismas palabras que escuché una y otra vez. Recuerdo en una oportunidad que decidí asistir a una conferencia pastoral, y cuando el predicador comenzó a dar palabras, a propósito me fui alejando del frente y terminé atrás del auditorio con cientos de personas adelante. Ya era suficiente ansiedad la que me generaba recibir una tras otra. Y el pastor dice desde la plataforma: Tengo una palabra de Dios para un hombre que parece no estar escuchando lo que le digo una y otra vez. Ese hombre está en el fondo y tiene estas características ¡Y me describió mientras me señalaba con la mano! Otra vez escuché una descripción de la forma en que Dios me usaría.
Puedo decirte, con total honestidad, que cada cosa que Dios me señaló se fue cumpliendo con los años. Pero había una descripción que era la que más me entusiasmaba, pero con el transcurrir del tiempo sentía que ya no iba a llegar. “Te veo con una valija. Vas a viajar mucho”, escuché una y otra vez. Sí, me dije a mi mismo, vivo de mudanza en mudanza. Es la única valija que cargo, porque de viajes para servir al Señor, cero.
Pero de pronto, después de veinte años de recibir aquellas palabras, ya archivadas en mi mesa de luz, Dios volvió a hablarme y decirme: “Ahora es el tiempo. Sacá la valija” ¡Veinte años tardó en cumplirse! Pero llegó cuando ya me había olvidado. Dios habla y su palabra no pierde vigencia con los años.
Que honra tenemos de que Dios nos hable y nos anticipe lo que hará con nosotros. Qué poderosa es la palabra de Dios. Sobre todo la palabra escrita. La que nos promete bendiciones en abundancia y un futuro de gloria.
Nunca intentes edificar la iglesia con palabras humanas. Levantemos congregaciones que se paren en la palabra de Dios porque una palabra de ella es más segura que cualquier seguridad a la que nos aferramos en este mundo. La mayoría de los hombres se distinguen por confiar en sus riquezas, en sus capacidades naturales, o en otros personajes que le inspiran confianza. Pero nosotros, a diferencia de quienes ponen su fe en alguna cosa o persona, nos sostenemos en una palabra. Creemos en ella, esperamos en ella y vivimos por ella. Sólo que no es una palabra cualquiera, es la palabra de Dios. La misma que dio vida a todas las cosas y por la cual se sostienen. Una palabra que es más segura que cualquier recurso o capacidad humana.
Nos resistimos a vivir pendientes de lo que ocurre en el mundo natural, no aceptamos conformarnos con la realidad, porque nos sostenemos sobre una palabra que es más real que todo lo que vemos y conocemos en este mundo. Creemos en un Dios todopoderoso y en todo lo que dice. Confiamos en un Dios que llama a las cosas que no son como si fueran, aunque todavía no podamos palpar con nuestros sentidos.
Nuestra fe está puesta en un Dios que rompe toda lógica racional, que toma lo que no es para que sea, que nos invita a caminar sobre el agua, a retar al monte para que se eche al mar y nos invita a ordenar a un montón de huesos muertos que cobren vida.
Cuando sentimos que Dios nos ha dado una palabra, nos aferramos a ella, nos paramos sobre ella, caminamos sobre el agua con ella, pasamos por el fuego con ella y permitimos que revolucione toda nuestra vida. Una palabra de Dios cambia nuestra manera de pensar y de ver todas las cosas. Quedamos embarazados de ella. La creemos, la declaramos, la vemos con los ojos espirituales y la vivimos como si fuera real, hasta que finalmente da a luz y se cumple. Porque la palabra de Dios es poderosa, al punto que nunca vuelve vacía, sino que hará lo que Dios quiere que haga y prosperará en todos los lugares donde Dios la envía. Es fuego que consume y purifica, es como un martillo que hace pedazos el corazón más duro que una roca.
El secreto es creer no en cualquier palabra, sino en la Palabra de Dios, la cual está viva, y es poderosa. El poder de la fe se desata cuando llamamos a lo no es como si fuera, de acuerdo a la verdad de la Palabra y no a la realidad de nuestros ojos. No te des un nombre por debajo de lo que Dios quiere de ti. Al contrario, permite que tus pensamientos y tu conversación estén saturados de lo que declara Dios de tu vida.
Puede ser que antes quizás te vieras como Abraham se vio una vez: sin hijos. Tal vez tu realidad sea la escasez económica, o una dolorosa enfermedad, o un estado de fracaso. Pero permite que la palabra de Dios alumbre tu oscuridad y un rayo de esperanza comience a desatar vida. La palabra de Dios, viva y poderosa, transformará tu noche más oscura en un esperanzador amanecer. Si Abraham creyó con esperanza la promesa, en medio de su desesperanza, y recibió lo que esperaba nosotros podemos también recibir lo que esperamos.
Recibe la semilla que Dios tiene para tu vida. Empieza a hablar con fe, a oírla, a susurrarla. Que nuestro hablar agrade al Señor. El salmo 19 declara: “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía, y redentor mío”. Nuestras palabras y nuestros pensamientos tienen que estar alineados a la voluntad de Dios y su Palabra. El texto literalmente nos dice: “Permite que lo que hable y lo que mi corazón murmure sea un deleite para ti”. Para que nuestras palabras sean gratas a la vista de Dios, tienen que reflejar lo que nuestros corazones sienten y piensan. Este texto nos manda a declarar siempre el tipo de palabras que confirmen lo que creemos o pensamos en nuestros corazones acerca de Dios, su amor y su poder.
Salomón nos enseña el camino en su oración de dedicación del templo de Jerusalén: el valor de confesar el nombre del Señor. Si tu pueblo se convirtiere, y confesare tu nombre, y rogare delante de ti, invocó Salomón, tú oirás, y perdonarás, y enseñarás, y darás lluvia sobre tu tierra.
En la poderosa palabra “confesión” se nos presenta una gran verdad acerca de cómo responde Dios a nuestras oraciones. Él le da mucho valor a las palabras que hablamos. Uno puede confesar derrota, pesimismo, queja, enojo, juicio, maldición, o podría confesar fe, sanidad, liberación, amor, esperanza, es decir, confesar la palabra de Dios.
Si creemos en nuestro corazón y llenamos nuestros pensamientos de cada una de las promesas dadas por Dios para nosotros, y las confesamos, y las declaramos con nuestra boca, esta actitud abre la mano de Dios para desatarlas sobre nuestras vidas.
¿Sabías que confesar deriva de una palabra cuyo significado es estirarse para alcanzar algo? Así como una mano o un puño cerrado representa rebelión o lucha, una mano abierta indica paz, obediencia o rendición. Confesar también es la adoración con manos abiertas y extendidas, en una actitud que confiesa la fidelidad divina con alabanza y acción de gracias.
Este es el verdadero espíritu de confesar nuestra fe en la Palabra de Dios. Adoptamos una posición de fe ante lo que Dios dice. Hablamos de lo que creemos. Y al hacerlo con un espíritu humilde de fe en la persona de Dios y su promesa, ni la tierra ni el infierno mismo pueden oponerse a esta confesión de fe en el poder celestial.
Lo hemos comprobado una y otra vez. El que cree y confiesa la palabra de Dios será bendecido y prosperado en todo lo que haga. Por eso, que podamos decir como Jeremías: “Cuando descubrí tus palabras las devoré; ellas son mi gozo y la delicia de mi corazón”. Aliméntate de la Palabra, come de ella como si fuera pan y miel para tu espíritu. Ella traerá medicina a tu enfermedad, libertad a tu cautividad, limpieza a tus pecados, y luz a tu oscuridad. Vive la Palabra, y ella te dará abundancia de vida y de paz.
Pr. Roberto Vilaseca